Dios no solo abre caminos, también te enseña a caminar sobre las aguas!!

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A veces le pedimos a Dios que quite los problemas, que nos abra un camino donde no lo hay, que nos rescate de lo que duele. Pero hay momentos en los que Él no lo hace así… porque quiere enseñarnos algo más grande, a mantenernos firmes aun cuando todo parece hundirse. Caminar sobre las aguas no significa no tener miedo, significa confiar en medio del miedo. Es cuando las olas son altas y el viento es fuerte, pero aún así decides creer. Dios no siempre calma la tormenta de inmediato, muchas veces quiere mostrarte que, con fe, puedes atravesarla sin hundirte. Quizás no se trata de que se abran nuevas puertas, sino de aprender a caminar con fe sobre aquello que antes te hacía temblar. Porque mientras confíes, no habrá agua profunda que te hunda, ni viento fuerte que te derribe. ¿Y si esta vez Dios no quiere abrirte un camino, sino enseñarte a caminar sobre lo imposible?

ANA LA PROFETIZA



"En ese momento se presentó ella, y comenzó también a expresar su reconocimiento a Dios y a hablar de él a todos los que aguardaban la redención en Jerusalén". Lucas 2:38

Ana, la profetisa del Templo, vino a confesar la esperanza de sus padres por parte de Israel, que se hallaba fuera de los dominios propios de Judá. No descendía de la tribu de Judá. Era hija de Fanuel, de la tribu de Aser. La tribu de Aser estaba situada en las tribus dispersas. Por eso su cargo en el Templo tenía significancia especial. Bajo Joroboam, las Diez Tribus se habían emancipado de la casa de David, y durante los siglos, habían seguido rechazando el Mesías de Israel y el Dios del Pacto. Ana aparece en el Templo, junto a la figura de Simeón, para saludar al Rey de la Casa de David. Parece como si Ana viniera a llamarle a que fuera al Lago de Genezaret y a la despreciada Galilea, a fin de que pudiera recoger un pueblo rebelde a su Reino.




Simeón y Ana eran los dos ancianos. Ana tenía ochenta y cuatro años. No representaba pues, ni tampoco Simeón, a la nueva generación. No pertenecían al círculo del cual el Señor escogió sus discípulos, ni al grupo del que escogió a María y Marta. Al contrario, pertenecían a Israel que moría. Ana extendió la palma de honor a Cristo, no como representante del pasado, sino del futuro. Parece como si viniera a ofrecerle la acción de gracias de cuarenta generaciones a los pies de Jesús, antes de morir.

Ana trajo esta ofrenda como mujer, después que Simeón lo había hecho como hombre. Así, observamos que los dos sexos, juntos e individualmente, son llamados a glorificar al Dios de Israel. Junto a Abraham hallamos a Sara, junto a Barac a Débora, junto a Moisés a Sípora. Y a Ana, de Aser, junto a Simeón. No era su mujer, sin embargo. Su relación era intensamente espiritual, que trasciende toda diferencia de sexos. Se había casado, ya hacía sesenta años, y vivió siete años con su marido. No se nos dice qué fue de él, y ella no se había casado otra vez. Se hallaba recluida en el Templo, guardando y sirviendo en él de día y de noche, con ayunos y oraciones. Su vida debió ser de genuina piedad, y tenía que haber oído de Simeón que el Cristo había de venir antes de su muerte.

Además de lo dicho, era profetisa, y queda incluida en la larga serie de los que habían sido heraldos del Profeta y Maestro venidero a lo largo de los siglos. Cristo representaba a una tribu de reyes. Zacarías y Elisabet a una tribu de sacerdotes. Ana representaba a los profetas. Esta última profetisa viene a confirmar lo que habían anunciado los que la habían precedido, especialmente Isaías y Malaquías. No sólo confesó a Cristo, sino que "comenzó también a expresar su reconocimiento a Dios y a hablar de él a todos los que aguardaban la redención en Jerusalén.»
Su testimonio en el Templo fue la última voz de la profecía que se oyó. La profecía había cumplido su cometido. Juan, el heraldo del Señor, estaba esperando a la puerta.

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